“Y
sabemos que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman,
esto es, a losque son llamados
conforme a su propósito”
(Rom. 8:28)
…según
el eterno designio, que puso en ejecución por medio de Jesucristo
Nuestro Señor, (Efesios 3:11. Biblia Oro).
EL
decreto de Dios es su propósito o su determinación respecto a las cosas
futuras. Aquí hemos usado el singular, como hace la Escritura, porque sólo hubo
un acto de su mente infinita acerca del futuro.
Nosotros
hablamos como si hubiera habido muchos, porque nuestras mentes sólo pueden
pensar en ciclos sucesivos, a medida que surgen los pensamientos y ocasiones; o
en referencia a los distintos objetos de su decreto, los cuales, siendo muchos,
nos parece que requieren un propósito diferente para cada uno.
Pero
el conocimiento Divino no procede gradualmente, o por etapas:. “Conocidas son a Dios desde el siglo todas
sus obras” (Hech. 15:18;) Las Escrituras mencionan los decretos de Dios en
muchos pasajes y usando varios términos.
La
palabra “decreto” se encuentra en el
Sal. 2:7, (Yo publicaré el decreto;). En Efesios 3:11, leemos acerca de su “determinación eterna”. En Hechos 2:23,
de su “determinado consejo y
providencia”. En Efesios 1:9, el misterio de su “voluntad”. En Romanos 8:29, que él también “predestinó”. En Efesios 1:9, de su “beneplácito”.
Los
decretos de Dios son llamados sus “consejos”
para significar que son perfectamente sabios. Son llamados su “voluntad para
mostrar que Dios no está bajo ninguna sujeción, sino que actúa según su propio
deseo, en el proceder Divino, la sabiduría está siempre asociada con la
voluntad, y por lo tanto, se dice que los decretos de Dios son “el consejo de su voluntad”.
Los
decretos de Dios están relacionados con todas las cosas futuras, sin excepción:
todo lo que es hecho en el tiempo, fue predeterminado antes del principio del
tiempo. El propósito de Dios afectaba a todo, grande o pequeño, bueno o malo,
aunque debemos afirmar que, si bien Dios es el Ordenador y controlador del
pecado, no es su Autor de la misma manera que es el Autor del bien.
El
pecado no podía proceder de un Dios Santo por creación directa o positiva, sino
solamente por su permiso, por decreto y su acción negativa. El decreto de Dios
es tan amplio como su gobierno, y se extiende a todas las criaturas y eventos.
Se relaciona con nuestra vida y nuestra muerte; con nuestro estado en el tiempo
y en la eternidad.
De
la misma manera que juzgamos los planos de un arquitecto inspeccionando el
edificio levantado bajo su dirección, así también, por sus obras, aprendemos
cual es (era) el propósito de Aquel que hace todas las cosas según el consejo
de su voluntad.
Dios
no decretó simplemente crear al hombre, ponerle sobre la tierra, y entonces
dejarle bajo su
propia
guía incontrolada; sino que fijó todas las circunstancias de la muerte de los
individuos, y todos los pormenores que la historia de la raza humana comprende,
desde su principio hasta su fin. No decretó solamente que debían ser
establecidas leyes para el gobierno del mundo, sino que dispuso la aplicación
de las mismas en cada caso particular. Nuestros días están contados, así cómo
también los cabellos de nuestra cabeza. (Mateo 10:30).
Podemos
entender el alcance de los Decretos Divinos si pensamos en las dispensaciones
de la Providencia en las cuales aquellos son cumplidos. Los cuidados de la
Providencia alcanzan a la más insignificante de las criaturas y al más
minucioso de los acontecimientos, tales como la muerte de un gorrión o la caída
de un cabello. (Mateo 10:30).
Consideremos
ahora algunas de las características de los Decretos Divinos.
Son, en primer lugar, Eternos. Suponer que alguno de ellos fue dictado dentro
del tiempo, equivale a decir que se ha dado un caso imprevisto o alguna
combinación de circunstancias que ha inducido al Altísimo a tomar una nueva
resolución.
Esto
significaría que los conocimientos de la Deidad son limitados, y con el tiempo
va aumentando en sabiduría, lo cual sería una blasfemia horrible. Nadie que
crea que el entendimiento Divino es infinito, abarcando el pasado, presente y
futuro, afirmará la doctrina de los decretos temporales.
Dios
no ignora los acontecimientos futuros que serán ejecutados por voluntad humana;
los ha predicho en innumerables ocasiones, y la profecía no es otra cosa que la
manifestación de su presencia eterna.
La
Escritura afirma que los creyentes fueron escogidos en Cristo antes de la
fundación del mundo (Efesios 1:4), más aun, que la gracia les fue “dada” ya entonces: (2 Timoteo 1:9). “Fue él quien nos salvó y nos llamó con santo
llamamiento, no conforme a nuestras obras, sino conforme a su propio propósito
y gracia, la cual nos fue dada en Cristo Jesús antes del comienzo del tiempo”.
En segundo lugar, los decretos de Dios son sabios. La sabiduría se muestra en
la selección de los mejores fines posibles, y de los medios más apropiados para
cumplirlos. Por lo que conocemos de los Decretos de Dios, es evidente que les
corresponde tal característica. Se nos descubre en su cumplimiento; todas las
muestras de sabiduría en las obras de Dios que son prueba de la sabiduría del
plan por el que se llevan a cabo.
Como
declara el salmista: (Salmos 104:24). “¡Cuán
numerosas son tus obras, oh Jehová! A todas las hiciste con sabiduría; la
tierra está llena de tus criaturas”. Sólo podemos observar una pequeñísima
parte de ellas, pero, como en otros casos, conviene que procedamos a juzgar el
todo por la muestra; lo desconocido por lo conocido.
Aquel
que, al examinar parte del funcionamiento de una máquina, percibe el admirable
ingenio de su construcción, creerá, naturalmente, que las demás partes son
igualmente admirables. De la misma manera, cuando las dudas acerca de las obras
de Dios asaltan nuestra mente, deberíamos rechazar las objeciones sugeridas por
algo que no podemos reconciliar con nuestras ideas (Romanos 11:33). “¡Oh la profundidad de las riquezas, y de la
sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e
inescrutables sus caminos!” En tercer lugar, son libres. (Isaías 40:13,14).
“¿Quién ha escudriñado al Espíritu de
Jehová, y quién ha sido su consejero y le ha enseñado? ¿A quién pidió consejo
para que le hiciera entender, o le guió en el camino correcto, o le enseñó
conocimiento, o le hizo conocer la senda del entendimiento?” Cuando Dios
dictó sus decretos, estaba solo, y sus determinaciones no se vieron influidas
por causa externa alguna.
Era
libre para decretar o dejar de hacerlo, para decretar una cosa y no otra. Es
preciso atribuir esta libertad a Aquel que es supremo, independiente, y
soberano en todas sus acciones. En cuarto lugar, los decretos de Dios son
absolutos e incondicionales. Su ejecución no está supeditada a condición alguna
que se pueda o no cumplir. En todos los casos en que Dios ha decretado un fin,
ha decretado también todos los medios para dicho fin. El que decretó la
salvación de sus elegidos, decretó también darles la fe, (2 Tesalonisenses
2:13). “Pero nosotros debemos dar gracias
a Dios siempre por vosotros, hermanos amados del Señor, de que Dios os haya
escogido desde el principio para salvación, por la santificación del Espíritu y
fe en la verdad” (Isaías 46:10); “Yo
anuncio lo porvenir desde el principio, y desde la antigüedad lo que aún no ha
sido hecho. Digo: Mi plan se realizará, y haré todo lo que quiero”.
Pero
esto no podría ser así si su consejo dependiese de una condición que pudiera
dejar de cumplirse. Dios “hace todas las cosas según el consejo de su voluntad”
(Efesios 1:11).
Junto
a la inmutabilidad e inviolabilidad de los decretos de Dios. La Escritura
enseña claramente que el hombre es una criatura responsable de sus acciones, de
las cuales debe rendir cuentas. Y si nuestras ideas reciben su forma de la
Palabra de Dios, la afirmación de una enseñanza de ellas no nos llevará a la
negación de la otra.
Reconocemos
que existe verdadera dificultad en definir dónde termina una y donde comienza
la otra. Esto ocurre cada vez que lo divino y lo humano se mezclan. La
verdadera oración está redactada por el Espíritu, no obstante, es también
clamor de un corazón humano.
Las
Escrituras son la Palabra inspirada de Dios, pero fueron escritas por hombres
que eran algo más que máquinas en las manos del Espíritu. Cristo es Dios, y
también hombre. Es omnisciente, más crecía en sabiduría, (Luc. 2:52). “Y Jesús
crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres” Es
Todopoderoso y sin embargo, fue (2Cor. 13:4 “crucificado en debilidad”). Es el
Espíritu de vida, sin embargo murió. Estos son grandes misterios, pero la fe
los recibe sin discusión.
En
el pasado se ha hecho observar con frecuencia que toda objeción hecha contra
los Decretos Eternos de Dios se aplica con la misma fuerza contra su eterna
presciencia. “Tanto si Dios ha decretado todas las cosas que acontecen como si
no lo ha hecho, todos los que reconocen la existencia de un Dios, reconocen que
sabe todas las cosas de antemano. Ahora bien, es evidente que si El conoce
todas las cosas de antemano, las aprueba o no, es decir, o quiere que
acontezcan o no. Pero querer que acontezcan es decretarlas”.
Finalmente
trátese de hacer una suposición, y luego considérese lo contrario de la misma.
Negar los Decretos de Dios sería aceptar un mundo, y todo lo que con él se
relaciona, regulado por un accidente sin designio o por destino ciego.
Entonces,
¿qué paz, que seguridad, qué consuelo habría para nuestros pobres corazones y
mentes? ¿Qué refugio habría al que acogerse en la hora de la necesidad y la
prueba? Ni el más mínimo. No habría cosa mejor que las negras tinieblas y el
repugnante horror del ateísmo. ¡Cuán agradecidos deberíamos estar porque todo
está determinado por la bondad y sabiduría infinitas!
¡Cuánta
alabanza y gratitud debemos a Dios por sus decretos! Es por ellos que “Sabemos
que Dios hace que todas las cosas ayuden para bien a los que le aman, esto es,
a los que son llamados conforme a su propósito” (Rom. 8:28). Bien podemos
exclamar como Pablo: “Porque de él y por medio de él y para él son todas las
cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amen”. (Rom. 11:36).